Monday, October 24, 2011

DISCURSO DE RECEPCIÓN DEL PREMIO ARTURO TORO VENEGAS 2011

DISCURSO DE RECEPCIÓN DEL PREMIO ARTURO TORO VENEGAS 2011
por Tulio Mendoza Belio
Academia Chilena de la Lengua
Rancagua, domingo 16 de octubre de 2011.

Sr. Rector del Instituto O'Higgins Hno. Aldo Passalacqua Restini
Sr. Presidente del Centro de Exalumnos, don Mario Willatt
Autoridades presentes, exalumnas, exalumnos, alumnos, apoderados, amigos:

La entrega de una distinción, de un premio, de un reconocimiento, es un hecho social, cómplice y solidario que se agradece porque nos permite reflexionar sobre su sentido y su significado. Por unos momentos, y con sorpresa y emoción, detenemos el instante en que recibimos la noticia, lo revolucionamos, evaluándolo, le insuflamos nuevos bríos, plurales sensaciones para preguntarnos precisamente por aquello que nos emociona, que nos hace recordar, que nos devuelve algunos fragmentos del ayer, algunas viejas fotografías. Porque lo que se premia es casi siempre una trayectoria, un camino recorrido, un viaje, una aventura, una invención y el deseo que la ha alentado: tiempo humano con ansias de tiempo divino. Somos, como dice la canción de Eduardo Peralta, "una flecha dirigida al corazón del cielo" y el poeta Fernando González-Urízar, escribe: "Qué somos, Dios, qué somos sino polvo y silencio,/ nube de ciegos pájaros en busca del verano,/ ríos que solitarios se pierden en la muerte,/ podredumbre feliz, belleza desdichada." Sin embargo, como el hecho de haber sido postulado y elegido es algo que debe alegrarnos, no queremos que la melancolía de la nostalgia nuble y empañe una ocasión única e irrepetible. Y es que, al parecer, uno con los años deviene un devoto de las lágrimas, precisamente por esa tristeza de la pérdida que se torna cada vez más evidente e insoslayable. Un ejemplo de ello lo experimenté cuando redactaba estas palabras: al navegar por internet para indagar acerca de mis antiguos hermanos profesores, me di cuenta de que habían fallecido casi todos; es decir, lo vertiginoso de la tecnología (que se traduce en la malsana velocidad de nuestra actual sociedad de consumo), me trajo envasada la muerte con sólo ir oprimiendo el teclado. Tal vez era algo predecible: hace 37 años que egresé del Instituto, pero los seres y las cosas que uno admira y quiere, quedan como suspendidas en un tiempo ideal que es al cual uno siempre regresa para aliviar la herida de la vida.

Como todo acto cultural, la entrega de este galardón constituye un gesto y como tal, irradia múltiples significados: es un estímulo para seguir creciendo, para continuar una trayectoria que iniciamos justamente aquí, en esta ciudad, la tierra que me vio nacer un 24 de agosto de 1957 y en la cual transcurrió ese plazo precioso que es la infancia para todo poeta y que uno no logra nunca abandonar: el poeta que deja de ser niño, deja de ser poeta. Aquí, donde hicieron su vida mis entrañables abuelas Raquel Baharlía Salario y Corina Araya Ramírez; aquí donde mis padres, Estela y Tulio, me dieron la posibilidad de ser (en su doble acepción: la de existir y la de formarme); aquí donde crecí junto a mi hermana Vivian; aquí donde realicé mis estudios básicos y medios: la entonces Escuela N°3 de la calle Estado, el Rancagua College y este querido Instituto O’Higgins de los Hermanos Maristas, donde viví ocho intensos años de religioso y severo asombro; aquí donde aprendí la magia del juego y los mundos inventados, pero tan reales de la niñez y de la adolescencia: la plazuela de los enamorados con su pileta, sus árboles llenos de pájaros y ese pino ya desaparecido que, a nuestra edad, nos parecía un verdadero gigante; aquí donde aprendí los primeros poemas a la luz de Oscar Castro Zúñiga, Gabriela Mistral y Pablo Neruda y los poetas españoles de la generación del 27 con García Lorca como una antorcha de verdad en la noche más oscura; aquí donde ensayé mis primeros pasos por el difícil arte de la poesía; aquí, donde don Héctor González Valenzuela, Director del Diario “El Rancagüino”, gentilmente recibía y publicaba mis primeros artículos de crítica literaria y comentario de libros; aquí donde comencé a aprender mi siempre amada lengua francesa con Simone Badouin y Fresia Vigueras; aquí donde aprendí a amar el cine, la ópera y el tango; aquí donde fui profesor a los 17, en el entonces Liceo Nocturno, y a los 18 en el entonces Liceo de Niñas y en el Instituto Chileno-Francés de Cultura que funcionaba donde ahora está la Casa de la Cultura; aquí donde una mañana negra, a los 16, se me descompuso el alma; aquí también donde intimé con la palabra amor o lo que yo creía que era el amor; aquí, en fin, donde uno vuelve casi siempre, ya sea física o mentalmente, porque como en el poema de Edmond Haraucourt, “partir es morir un poco”, porque uno deja algo de sí cada vez que parte, “en toda hora y en todo lugar”, y es necesario volver, entonces, a buscar los fragmentos y recomponer la historia, sobre todo si ella es agradable, dichosa y querida, aunque, al decir de Neruda, nosotros los de entonces ya no seamos los mismos, ni la ciudad, ni sus calles, ni sus rostros. Por eso el poeta proyecta su historia vivida y padecida, la proyecta hacia el futuro, él mismo es ya tiempo venidero, esperanza y resurrección de la palabra, iconoclasta irreverente, porque goza y ha gozado el instante y ha consagrado su plenitud y quiere seguir siempre escribiendo, es decir, frecuentando la luz de la tormenta como el albatros de Baudelaire y la oscura intimidad de los que sueñan, para que este mundo, como dice Luis Antonio de Villena, que ni nos cumple ni nos sacia como verdaderamente quisiéramos, no nos resulte más extraño todavía.

Ingresé al Instituto O'Higgins de Rancagua, de la Congregación de los Hermanos Maristas, en 1967, a la edad de 10 años, a 5to. Básico (ese mismo año, el 8 de octubre hice mi primera comunión) y terminé el 4to. Medio en 1974, a los 17 años. Hasta 8vo. Año básico (13 años, 1970), fui un mal alumno, desordenado e indisciplinado; mi libreta de notas llegó al récor semanal de tener solamente calificaciones deficientes, "puros rojos", como solía decirse. Pero afortunadamente se produjo un giro necesario y tuve una enseñanza media como correspondía a un verdadero alumno del Instituto. Tal vez la lectura de "El extranjero", de Albert Camus, a esa corta edad, y la preocupación de mi madre, produjeron ese cambio radical.
De las fotos de curso que conservo, siempre recordé la nómina completa de casi todos mis compañeros, entre otros: Maldini, Ceroni, Galleguillos, Villalobos, Salinas, los mellizos Reyes Aliste, Vargas, Soto, Fariña, Hevia, Arellano, Aguilera, Pardo, Vega, Cantillana, Alacid, Muñoz, Fuentes, Villablanca, Salaya, Mardones y Ernesto de Jesús Castro Moraga con quien redacté el discurso de despedida de los cuartos medios para el acto de graduación de 1974 y que leí en el gimnasio de nuestro colegio.

Recuerdo al Sr. Núñez, mi profesor jefe, y a los temidos Hnos. Ismael de Cortés y Santiago Arraán; al Hno. Carlos, mi profesor de Música, al Hno. Fernando, mi profesor de inglés; al Sr. González, mi profesor de Historia; al Hno. Aldo Passalacqua, mi profesor de biología y uno de los primeros en hablar de los problemas ecológicos; al Sr. Fernando Pino Honorato, al Hno. Santiago Rosa Urquiza, al Sr. Bitar, al Sr. Osvaldo Ramos, mi profesor de Matemática. Sin embargo, para mi formación humana y profesional, fueron tres los hermanos maristas que influyeron con su saber, su entusiasmo y su enseñanza en lo que, posteriormente, se transformaría en ejemplo de vida e inapreciables y enriquecedoras lecturas que si bien no permiten cambiar el macromundo, el mundo exterior, como señala el gran poeta español Antonio Gamoneda, sí trabajan con insistencia y persistencia en esa ánima interna que transforma al individuo, estadio previo para poder ir cambiando esta nefasta sociedad de la diosa mercadotecnia, donde todo se vende, donde todo se compra, donde todo se transa.

El Hno. Miguel Baima Bugnone, mi profesor de francés, cómo no, Champita, como cariñosamente le decíamos, me ayudó a perfeccionar el idioma que después estudiaría en la Universidad de Concepción; el Hno. Gregorio Pastor Barbero, mi profesor de Castellano, cómo no, sencillo, servicial, discreto, y a quien me atreví a mostrarle mis primeros borradores de poemas; y el Hno. Juan Cebrián González, cómo no, Rector del Instituto y mi profesor de Castellano y Filosofía. Fue en su clase donde aprendí la métrica castellana y escribí mi primer poema. Ellos, hablando de Unamuno, García-Lorca, Rafael Alberti, Luis Cernuda, Dámaso Alonso y los clásicos españoles del Siglo de Oro: Garcilaso, Lope de Vega y Calderón de la Barca; Góngora y Quevedo. Cuando vuelvo la mirada hacia esa época, me doy cuenta de cómo muchas veces no sabe apreciar lo que se tiene cerca y que sólo más tarde, en el balance de una vida, uno puede aquilatar lo ganado y lo perdido y tratar de conservar lo uno y recobrar lo otro.

Pero estamos en 1973, época de turbulencia y desamparo, curso el tercer año medio, me veo entrando al Instituto O'Higgins por la puerta de calle Millán, deben ser las 8: 10 de la mañana, y la clase de Educación Cívica ya va a comenzar. Me entusiasma la materia, me mueve la utopía y todavía no me decepciona la política, estoy en un curso de letras y por consiguiente son cuatro horas a la semana en dos sesiones, dos días que tengo la suerte de estar con uno de los profesores que más quiero y admiro, por su bonhomía, su don de gentes, su preparación académica y, en particular, por lo atípico de su persona. Tenía tal vez algo de eso que suele llamarse la chispa de un huaso ladino, una simpatía mezclada con la formalidad de su profesión de abogado. Su voz grave, su costumbre de llevarse la mano al cuello de la camisa para acomodarlo y un curioso detalle que nunca he olvidado y que ahora comparto con ustedes como una simpática anécdota: en varias ocasiones me solicitó, ya con la confianza del maestro hacia el alumno, unos elásticos que yo siempre tenía, para usarlos como una suerte de esas antiguas ligas que los varones elegantes usaban para que los calcetines no se deslizaran inesperadamente hasta tocar los zapatos y dejar las piernas al descubierto. Nos dictaba la materia de memoria, nunca usó libros ni manuales y, en reiteradas ocasiones, la clase se desvió hacia la efervescente contingencia política, nada más natural si lo que se pretendía era educarnos cívicamente como personas responsables e instruidas, "buenos cristianos y honrados ciudadanos", como reza el lema de nuestro Instituto.

Al rememorar estos vívidos hechos, pienso que estábamos en una verdadera cátedra, en un colegio de excelencia, frente a un profesor que no sólo tenía que pasar lista y llenar páginas de contenidos generales, específicos y transversales, sino que, como en la antigua Grecia, casi al modo socrático, debía simplemente conversar con sus alumnos y ya se sabe que el verbo conversar, en la tercera acepción en desuso que señala el Diccionario de la Real Academia, significa "Vivir, habitar en compañía de otros." Pues bien, yo sentí que ese profesor no solamente me habló, sino que vivió conmigo y habitó mi morada del ser y como todavía me acompaña, puedo recordarlo con afecto, con admiración, con alegría. Ese maestro fue don Arturo Toro Venegas. Por esta razón, al recibir hoy este honroso galardón que lleva su nombre y que justicieramente lo recuerda, me siento agradecido, reconfortado, como rencontrándolo una vez más, como poniéndome de pie para saludarlo y decirle que dejó honda huella en nosotros y que gracias a él, podemos suscribir lo que expresa el famoso soneto de nuestro Premio Nacional de Literatura, Juan Guzmán Cruchaga:

Doy por ganado todo lo perdido
Y por ya recibido lo esperado
Y por vivido todo lo soñado
Y por soñado todo lo vivido.

La más viva congoja eché al olvido,
Del sueño más feliz no he despertado,
Y agradezco la pena que me han dado
Que en flor de serenidad se ha convertido.

La tristeza quemante del pasado
Tiene un color de sueño,
parecido al de la fuga del amor logrado.

Y es porque el ansia y la inquietud se han ido
Al recordar que el cielo prometido,
comienza por la herida del costado.

¡Muchas gracias!

CONCEPCIÓN, octubre de 2011.